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LA “POP CORN JAZZ BAND”

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  Mi madre no quería que estudiara ningún instrumento porque decía que los músicos son borrachos; con la penosa consecuencia de que ahora soy borracho y, encima, no sé nada de música.  Sin embargo, acompañé el nacimiento, el corto apogeo y al abrupto final (en aquella fatídica noche de junio del ‘79) de la única banda de Jazz que hubo en San Clemente del Tuyú: la “Pop Corn”. La banda estaba integrada por Ricardo, “el Bisagra” que tocaba el piano y era el director.  Le decíamos el Bisagra porque era dos veces grasa: siempre andaba desaliñado, la camisa salida del pantalón, la corbata mal anudada, un palillo medio masticado en la boca y los mocasines como chancletas.  Tenía frases antológicas como cuando nos contaba alguna película de guerra y decía. ... entonces, vinieron los “viennanitas” en el “licótero”, abrieron el “capor” y le echaron la “nasta” ... Como era el anunciador y no sabía una palabra de Inglés, la presentación de las piezas a interpretar era un destrab...

EL FIERRO MAS AFILADO SE MELLA DE UNA MIRADA

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  Nunca se sienta humillado ni se arrodille ante nada, pero no gaste en paradas ni se haga el lomo ladeao el fierro más afilado se mella de una mirada. José Larralde - ¡Ahí viene el Mono Peñalba! - gritó, con el aliento entrecortado, el Vasquito Telechea desde la puerta de la pulpería, y siguió corriendo para alertar de la mala nueva al resto del pueblo. Los pocos parroquianos apuraron el trago a medio tomar, dejaron sus moneditas sobre la barra y salieron apresurados chocándose en la angosta puerta de doble hoja.  Nadie quería estar presente cuando el Mono Peñalba ingresara a la pulpería de Maurizio. Italiano de nacimiento, Maurizio tenía diecisiete pálidos e indefensos años, recién cumplidos.  Atendía la pulpería desde que su padre había muerto, seis meses atrás, ahogado en la laguna de la Cañada Arregui y, a duras penas, sobrevivía con doña Carmela, su madre, en ese lugar perdido de la América llamado Las Tahonas. La pulpería era un cuartucho de paredes de barro ...

LA TÍA BEBA

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  Todos los años, cuando íbamos de vacaciones a Córdoba, mi padre nos llevaba obligatoriamente hasta La Calera para visitar a la tía Beba.  Lo contradictorio era que papá tenía otros diez hermanos desperdigados por la capital cordobesa y no a todos los veíamos, pero visitarla a ella era un rito infaltable.  No entendíamos el porqué de tanta insistencia con esa tía que nosotros, con esa maldad indiscreta que tienen los niños, la llamábamos “La tía boba”. Había una frase, su marca registrada, que repetía cada año y la pintaba de cuerpo entero:  Cuando estábamos a las risotadas con sus hijos, Carlitos que tenía diez años y Miguelito de quince, interrumpía lo que estaba haciendo para, tras la onomatopeya de una risa desabrida, recalcar con su voz aflautada y monocorde:  - Ja, ja... Se ríen los chicos... -  Nosotros no entendíamos si lo decía como un gesto de sorpresa, de complicidad o vaya a saber de qué, pero su “ja, ja... se ríen los chicos” era infaltable en...

EL MAR EGEO

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  Es uno de aquellos días lluviosos a finales de la primavera.  Todavía estamos en la “cocinita” que, en realidad, es un galponcito de techo de zinc al fondo de la casa habilitado por papá como cocina-comedor cuando llegan los días fríos, porque es más calentito.  El lugar es mínimo y apenas podemos movernos con la mesa en el medio y las cuatro sillas, pero allí pasamos las largas noches de invierno en San Clemente del Tuyú, los cuatro amontonados en el cuartucho mal calefaccionado con un Bram-Metal a querosén y los vapores de las ollas sobre la cocina económica. Cenamos un sánguche enorme de salamín y queso que papá cortó en fetas grandes y prolijas mientras mamá untaba las mitades del pan con manteca y nosotros revolvíamos el café instantáneo con entusiasmo para ver quién dejaba su pastiche más blanco y así conseguir un café con leche más espumoso. A las nueve de la noche comienza “Los cuentos de la vieja abadía”, entonces nos atragantamos con los últimos pedazos de sán...

JOAN MANUEL SERRAT Y MI NIÑEZ

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  -1- Independientemente de la admiración que siento por Joan Manuel Serrat, por su poesía y su música, por su personalidad y su coherencia, me maravilla que hayamos tenido infancias tan parecidas y pueda reflejar, a través de sus canciones, mis mismos recuerdos, sentimientos y vivencias en un pueblo chico junto al mar; él allí en el Mediterráneo y yo aquí, en el otro extremo del Océano Atlántico, en las costas de San Clemente del Tuyú. Sin duda, alguna asignatura pendiente debe haberme quedado en mi repentina ida a Buenos Aires, pues me sensibilizan enormemente todos aquellos acontecimientos o referencias que me remonten a mi infancia. En aquel momento tenía once años y tomé mi trasplante a la gran ciudad como algo natural: todo era nuevo y excitante, una nueva vida, un mundo diferente.  Pero, seguramente, algo se resistió a morir y quedó allí, junto a los médanos, para siempre. Entonces, cuando Serrat me dice en "Mediterráneo":   "Quizás porque mi niñez sigue jugan...

YO NO DIGO QUE LA TIERRA ES PLANA

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  Cuando estaba terminando el colegio secundario, durante el gobierno militar del general Alejandro Agustín Lanusse, se presentó un proyecto de ley que limitaba la incumbencia de los técnicos egresados de los colegios industriales. Esto significaba que, por ejemplo, los egresados en Construcciones podrían diseñar edificios de hasta dos pisos o los electrotécnicos hasta cierta cantidad de kilovatios. Una evidente limitación a la futura actividad laboral de los técnicos de los colegios industriales del país. Este proyecto había sido elevado sin aprobaciones ni consultas, entre gallos y medianoche, razón por la cual se lo había denominado “La ley fantasma”. Se sucedieron una serie de tomas de colegios y reuniones que desembocaron en una inmensa manifestación de los secundarios técnicos a la Plaza de Mayo.  Era época de regímenes militares y, si bien Lanusse había suavizado la dureza de estos –lo que desembocó, finalmente, en la apertura democrática al año siguiente-, no era habit...

LA MIGUELITA

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Vivíamos en La Esperanza, una villa miseria al otro lado de las vías e íbamos a la Escuela Sarmiento, la escuela de los "negros", como la llamaban despectivamente en la ciudad. Una escuelita que, a duras penas, se mantenía en pie al final del caserío y era el blanco de nuestro odio, nuestra pobreza y la cotidiana violencia de la villa.  Robábamos las canillas, rompíamos los inodoros y los vidrios de las aulas, los que no se reponían hasta el año siguiente, por lo que, en el invierno, corría un chijete mortal que se filtraba por las ventanas. Para beneficio de la escuela, cuando estábamos en cuarto grado, todo ese odio se canalizó hacia una persona.  Se incorporó a nuestro grado, un pibe nuevo, llamado Miguel, rubio, de ojos celestes, que vivía en una casa muy elegante, de dos pisos, en el otro lado de la vía.  Para colmo de males, el movimiento de sus manos, la entonación de su voz, sus caídas de ojos y su modo de sentarse eran más femeninos que el de todas las mujere...