LA MIGUELITA
Vivíamos en La Esperanza, una villa miseria al otro lado de las vías e íbamos a la Escuela Sarmiento, la escuela de los "negros", como la llamaban despectivamente en la ciudad.
Una
escuelita que, a duras penas, se mantenía en pie al final del caserío y era el
blanco de nuestro odio, nuestra pobreza y la cotidiana violencia de la
villa. Robábamos las canillas, rompíamos
los inodoros y los vidrios de las aulas, los que no se reponían hasta el año
siguiente, por lo que, en el invierno, corría un chijete mortal que se filtraba
por las ventanas.
Para
beneficio de la escuela, cuando estábamos en cuarto grado, todo ese odio se
canalizó hacia una persona. Se incorporó
a nuestro grado, un pibe nuevo, llamado Miguel, rubio, de ojos celestes, que
vivía en una casa muy elegante, de dos pisos, en el otro lado de la vía. Para colmo de males, el movimiento de sus
manos, la entonación de su voz, sus caídas de ojos y su modo de sentarse eran
más femeninos que el de todas las mujeres del aula, juntas.
Todo
ese amaneramiento le valió, de inmediato, el apodo de "La Miguelita"
y, partir de allí, su estancia en la escuela de los "negros" fue un
martirologio inenarrable.
En
los recreos hacíamos una ronda a su alrededor y le cantábamos el "Arroz
con Leche", lo empujábamos, lo escupíamos, le pegábamos, lo toqueteábamos,
lo abrazábamos por detrás y, con jadeos grotescos, simulábamos que lo cogíamos,
le quemábamos el guardapolvo, le orinábamos los zapatos. En fin, la Miguelita lloraba todos los
santos días.
Más
de una vez quiso defenderse tirando piñas con las muñecas dobladas, como hacen
las mujeres, hasta que el Bochi Gómez lo dejó tirado en el piso y con la cara
hinchada.
Una
vez le hicimos el "banquito", uno se ponía atrás, en cuatro patas, y
otro, de adelante, lo empuja para hacerlo caer.
Con la fragilidad de su cuerpo y la violencia de nuestros juegos, cuando
cayó, se partió la cabeza contra el borde de una baldosa y la sangre le corría
a raudales por la espalda, haciéndole una franja roja de punta a punta en el
guardapolvo. Nos reímos a carcajadas.
La
madre, una viuda muy elegante, venía todos los días a la escuela para protestar
por las condiciones en que volvía su hijo y la directora nos daba unos castigos
dignos de la Inquisición; pero no había caso, nuestro odio hacia la Miguelita
no tenía límites.
Empezó
a ir al patio de las mujeres, pero ellas tampoco lo integraban y, es más, se
ponían de acuerdo con nosotros para molestarlo.
Decidió quedarse, durante los recreos, en el aula, pero nos
ingeniábamos, con cerbatanas y bolitas de paraíso, para pegarle a la distancia,
así que, de ahí en más, todos sus recreos transcurrieron en la puerta de la
Dirección, cerca de la vigilancia de las maestras mientras tomaban el té.
Ni
siquiera durante el fin de semana tenía paz, pues si lo encontrábamos en la
calle, lo corríamos, le pegábamos o le tirábamos piedras.
Cuando
estábamos en séptimo grado, algo ya estaba cambiando en mí. Yo odiaba a la
Miguelita, representaba todo lo diferente: tenía plata, era rubio, era
afeminado, con todo lo que implica ser diferente a esa edad, pero, sin duda,
había que ser muy macho para ser maricón en nuestra escuela. Él era un marginal dentro de los marginales y
comencé‚ a respetarlo, así que, cuando la maestra se fue a buscar las tizas de
colores, me paré y dije:
Escuchen
todos: de ahora en más, al que le pega a la Miguelita, lo cago a trompadas -
¡Qué!
So' puto vo' también, ahora - saltó el Bochi, desafiante
Yo
no soy nada, ¡Salame!, pero ya me cansé de que le peguen ¿Escucharon? -
El
regreso de la maestra evitó que la cosa pasara a mayores.
Los
pibes me respetaban mucho. Siempre había
sido más grandote y, además, sabían que yo escondía entre las ropas un
cuchillito hecho con una hoja de sierra afilada, pues habían sido testigos de
cuando le tajeé la cara a un borracho que nos molestaba a la salida. Así y todo, las bromas contra la Miguelita no
se terminaron hasta que lo trompeé al Indio Márquez, le di la cabeza contra el
suelo y le puse el cuchillito en la garganta.
Terminamos
la escuela y la vida nos fue llevando por caminos impensados. Yo pude, con
mucho esfuerzo, seguir estudiando, me recibí de Técnico Mecánico y vivo en una
casita humilde en Monte Chingolo con mi señora y tres purretes.
Tres
veces más, vi a la Miguelita desde que terminamos la escuela. Cuando teníamos quince años, don Chicho, el
del almacén, me dijo:
¿Te
enteraste de que la Miguelita se quiso suicidar cortándose las venas? -
Lo
fui a visitar y ya se estaba recuperando.
Una noche, medio borracho, en una fiesta, entre la inconsciencia de la
ebriedad y su deseo inconsciente, había tenido relaciones con un hombre.
Lloraba
mientras me lo contaba, pues su homosexualidad se había manifestado
abiertamente poniendo en crisis toda su escala de valores morales. Supe que fue algunos años a un psicólogo:
había asumido totalmente su condición y andaba bien.
Una
vez lo ví en la puerta de un boliche gay y otra, estaba en un auto con otros
tres, todos medio borrachos, a las risotadas y besuqueándose.
Nunca
más volví a verlo ni supe algo de él.
Pero qué extraños son los caminos de la vida que me llevaron a recordar
esta historia.
En
estos alicaídos Carnavales, con mi señora, llevamos a los chicos a ver el corso de Boedo, el desfile de las comparsas, la nieve artificial y las luces de
colores entre el barullo de la música estridente.
A
medianoche, venía desfilando la Comparsa "Torta Frita y Compañía"
del Parque Patricios, precedida por una carroza, en forma de ostra, en la que
se contorneaba, con movimientos felinos y al ritmo de la música, una mujer
hermosísima, de piernas largas, con un cuerpo perfecto dentro de una malla
diminuta de lentejuelas. Los bucles
rubios sostenidos por una corona de diamantes daban marco a unos ojos celestes
y a unos labios carnosos, tan sensuales que dejaban sin aire a todos los que la
miraban.
Cuando
la carroza pasó a mi lado, lo reconocí: era la Miguelita. Le grité y me saludó tirándome un beso con la
mano.
Aquella
noche lo eligieron la Reina del Carnaval.
Me quedé hasta el final y quise acercarme para saludarlo, pero no pude
llegar, todos querían besarlo y sacarse una foto con él.
Finalmente, pensé: - Él es una reina, es el día más feliz de su vida, ¿Qué derecho tengo a llevarle estos borrosos y oscuros recuerdos de nuestras memorias? - y me fui, mientras la gente se arremolinaba a su alrededor y la Miguelita reía con su risa cristalina.
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