YO NO DIGO QUE LA TIERRA ES PLANA
Cuando
estaba terminando el colegio secundario, durante el gobierno militar del
general Alejandro Agustín Lanusse, se presentó un proyecto de ley que limitaba
la incumbencia de los técnicos egresados de los colegios industriales.
Esto
significaba que, por ejemplo, los egresados en Construcciones podrían diseñar
edificios de hasta dos pisos o los electrotécnicos hasta cierta cantidad de
kilovatios. Una evidente limitación a la futura actividad laboral de los
técnicos de los colegios industriales del país.
Este
proyecto había sido elevado sin aprobaciones ni consultas, entre gallos y
medianoche, razón por la cual se lo había denominado “La ley fantasma”.
Se
sucedieron una serie de tomas de colegios y reuniones que desembocaron en una
inmensa manifestación de los secundarios técnicos a la Plaza de Mayo. Era época de regímenes militares y, si bien
Lanusse había suavizado la dureza de estos –lo que desembocó, finalmente,
en la apertura democrática al año siguiente-, no era habitual este tipo de
manifestaciones y, menos aún en la Plaza de Mayo, en la propia vereda de la Casa
de Gobierno.
La
manifestación fue multitudinaria. La
columna del Otto Krause, que era muy esperada en la plaza, era enorme. Formamos una fila de tres en fondo, que
ocupaba una cuadra y media, marchando a pie desde el colegio e ingresamos desde
la Avenida Paseo Colón por Hipólito Irigoyen, bordeando la Casa Rosada.
Como
los de sexto año éramos los mayores, encabezábamos la columna e ingresamos
entre los vítores de los demás colegios pues el Otto Krause se había destacado
en la predisposición en contra de la famosa “Ley fantasma”.
Pero
no era esto lo que quería contar con respecto a este suceso. Si bien las medidas de fuerza y la
movilización en sí fueron exitosas y lograron frenar la promulgación de la ley,
a mí me sucedió algo que modificó para siempre mi conducta frente a este tipo
de acontecimientos.
Cuando
estábamos en Plaza de Mayo, entre los vítores y el canto de las consignas,
sentí que no podía manejar la situación, que no era dueño de mis decisiones:
íbamos para un lado o para otro o cantábamos algo como si fuésemos una masa informe
obedeciendo ciertas órdenes como una manada. Eso: me sentí como siendo parte de
un rebaño salvaje y, a la vez, dócil.
Sentí
un desasosiego tan profundo que, sin decirle nada a nadie, salí de la plaza,
tomé un colectivo y me fui a mi casa.
A
partir de allí, no puedo participar de esas manifestaciones
multitudinarias. Pero no lo tomo como
una incapacidad, una frustración o algo que debería tratar con un sicólogo; al
contrario, es, más bien, la necesidad de no sentirme parte de un rebaño dócil. Es la necesidad de no tener la mente y el
espíritu condicionado a fin de informarme libremente y poder decidir los pasos
a seguir, estén éstos a favor o en contra de lo que opina la mayoría.
El
Universo colaboró en la confirmación de esta sensación cuando dos
acontecimientos multitudinarios que sucedieron me encontraron fuera del país:
el Mundial de 1978 y la Guerra de Malvinas.
En lo
de Malvinas, especialmente, esa distancia me permitió descubrir que los hechos
no eran tal como lo decía la televisión.
Comencé a percibir que la prensa en general y la televisión en especial
moldea el pensamiento de la masa, le inocula una idea, arrea el rebaño.
Ese
acontecimiento me obligó a leer entre líneas, a averiguar qué es lo que dice “el
otro”, a descubrir que nunca todo el blanco o negro, que hay una infinita gama
de grises y, lo más importante: si miramos el gris desde el negro, lo veremos blanco; pero, si lo
miramos desde el blanco, lo veremos
negro.
¿Todo
esto me hizo desconfiado, incrédulo o pesimista? No. Me hizo más reflexivo y
con la mente abierta a fin de poder observar todas las aristas.
Nunca
más tuve esa sensación de verme obligado a tomar decisiones sin mi completa
voluntad como me sucedió en la convulsionada marcha de la ley fantasma, hasta que
sobrevino la pandemia del 2020.
Ya,
de entrada, todo los del C0V1D19 me resultó raro, sin explicaciones o con
explicaciones demasiado traídas de los pelos; pero, lo de la vacunación
obligatoria, me retrotrajo a aquella sensación que creía sepultada desde el
colegio secundario. La presión
desmedida, la publicidad, el empujarme a inocularme algo que no había sido
probado, estudiado ni evaluado sus riesgos y que, finalmente, ni siquiera era
una vacuna, hicieron aflorar aquel conocido retraimiento que me llevó a analizar
los pasos a seguir.
No
me voy a poner aquí a debatir con nadie, a favor o contra, de la vacunación:
cada uno tomará las decisiones que crea correctas según su experiencia, sus
miedos o su modo de ver la vida; pero a mí, cuando la propaganda a favor de la
vacuna comenzó a aplicarme una presión insostenible (apelando al miedo a la
muerte, innato en la masa, y queriendo convertir en culpables o inadaptados
sociales a los no vacunados), comencé a desconfiar de que esa solución era peor
que el problema. Conclusiones, estudios
médicos (que, lógicamente, no salieron en el noticiero del domingo al
mediodía), muertes súbitas absurdas, deportistas de élite abandonando su actividad y hasta teorías de un reseteo de
la humanidad terminaron de convencerme.
Y
sé que no soy el único que se salió de ese rebaño.
El
salirme del rebaño hizo darme cuenta de que es muy fácil engañar a la gente. Es
decir, es sencillo inducirnos a pensar de determinada manera, insistiendo con
una idea, aunque no sea totalmente verdadera. Si lo dice la televisión o está en
la computadora debe ser cierto.
Además,
somos cómodos: nos dicen “Esto es así” y no nos gusta ponernos a averiguar si
es verdad o no. Por la televisión ya nos lo dieron comido y digerido y, si todo
el mundo lo come, no nos gusta nadar en contra de la corriente.
Por
esta razón es que yo no digo que la tierra es plana. No creo en la tierra plana
pues no se trata de una creencia o un dogma de fe (de eso ya tenemos bastante);
pero, cuando uno se pone a escarbar un poco sobre las verdades establecidas,
empieza a descubrir que hay mucho cartón pintado y teorías atadas con alambre.
¿Se
puede dudar de que todo lo que dice la ciencia sea la verdad absoluta o, por
Principio de Autoridad, debemos acatar sus designios sin discrepancias? ¿Se
puede disentir del discurso científico dominante?
Yo
no digo que la tierra es plana, pero, indudablemente, no es una pelota que gira
a mil seiscientos kilómetros por hora con agua que se curva en su superficie,
orbitando a una estrella gigantesca que, a su vez, se mueve a velocidades
fabulosas en torno a una galaxia.
Dejaré
a cada uno de los que lean este blog la inquietud de investigar por su cuenta
(dejando de lado todo aquello que nos sirven comido y digerido). Comenzarán a
darse cuenta de que, para sostener este disparate, tenemos que apoyarnos en la
teoría de la gravedad, la teoría del Big Bang, la teoría de la evolución, la
teoría de la relatividad y varios etcéteras que, como dogmas de fe, nos llevan
atados de las narices.
La verdad es mucho más simple y está más a la mano de lo
que parece. Sólo hay que abrir los ojos.
El
globo terráqueo no es el único modelo que encaja con la realidad y, al
investigar, descubrirán que esta discusión tiene unos cuantos siglos, que en el
medio hay política, religión, poder real y ocultamiento. Descubrirán que hasta
la historia de la humanidad no es tal como nos la cuentan, pero, bueno…
seguramente es más fácil recibir el conocimiento comido y digerido y quedarse a
ver la telenovela de la tarde.
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