EL FIERRO MAS AFILADO SE MELLA DE UNA MIRADA

-
¡Ahí viene el Mono Peñalba! - gritó, con el aliento entrecortado, el Vasquito
Telechea desde la puerta de la pulpería, y siguió corriendo para alertar de la
mala nueva al resto del pueblo.
Los
pocos parroquianos apuraron el trago a medio tomar, dejaron sus moneditas sobre
la barra y salieron apresurados chocándose en la angosta puerta de doble
hoja. Nadie quería estar presente cuando
el Mono Peñalba ingresara a la pulpería de Maurizio.
Italiano
de nacimiento, Maurizio tenía diecisiete pálidos e indefensos años, recién
cumplidos. Atendía la pulpería desde que
su padre había muerto, seis meses atrás, ahogado en la laguna de la Cañada
Arregui y, a duras penas, sobrevivía con doña Carmela, su madre, en ese lugar
perdido de la América llamado Las Tahonas.
La
pulpería era un cuartucho de paredes de barro y techo de juncos, mal iluminado
y sin más comodidades que una barra de madera oscura, un farol que pendía de la
viga central y una estantería con botellas acomodadas a desgano. Por la puerta del fondo se salía a la
vivienda de la familia y a un patio grande en donde los parroquianos jugaban a
la taba, doña Carmela tendía la ropa a secar y unos pollos confianzudos
picoteaban la nada.
El
Mono Peñalba era un cuatrero y facineroso, protegido por los conservadores, que
sembraba el pánico en los pagos de Magdalena y, más de una vez, la muerte
cuando no le gustaba la cara del que tenía a mano.
Cuando
apareció en la pulpería, apenas pasaba por la puerta. El gigante, de un metro ochenta, tenía una
cicatriz horrible que le atravesaba la mejilla, mal disimulada por una barba
oscura y tupida. Bajo las cejas espesas
asomaban unos ojos negros y achinados que apenas se dejaban ver bajo el ala del
chambergo. Llegó envuelto en un poncho
negro que le cubría las bombachas batarazas, unas botas de cuero crudo y un
facón temible que era como la prolongación de su brazo izquierdo.
Entro
al boliche todavía infestado con el humo de los charutos mal apagados. Desde la puerta oteó el ambiente oscuro
revoleando los ojos con disimulo y en dos trancos llegó a la barra donde Maurizio, tembloroso, lo esperaba para
atenderlo.
-
Una giniebra...- dijo con una voz áspera y cansada.
Maurizio
se la sirvió derramando el contenido por el temblor de su mano. Peñalba se la tomo de un trago y estrelló el
vasito contra el piso de madera haciéndolo mil pedazos.
-
¿Cuánto es? - gruñó señalando el piso lleno de vidrios desparramados.
Apenas
le salió la voz para decirle: - Veinticinco centavos...-
-
Dame otra - le ordenó y repitió el procedimiento de estrellar el nuevo vasito
contra el piso.
-
¿Cuánto es? - insistió
-
Un peso - dijo Maurizio, no muy convencido de lo que estaba diciendo.
El matón se sorprendió por la osadía del muchacho de cobrarle por el vasito que había roto.
-
Dame otra - y por tercera vez tomó su ginebra y rompió el vaso en el suelo.
-
¿Cuánto es? - gritó esta vez más fuerte que las anteriores.
-
Cinco pesos - le respondió Maurizio mirándolo fijamente a los ojos.
Durante
un segundo, que pareció durar un siglo, dio la impresión de que salió fuego de
los ojos ladinos del matón.
-
¡ Gringo ju’e puta! - masculló y de un salto estuvo del otro lado de la barra
con el facón en su mano. Le arrebató el
cabo de hacha que Maurizio guardaba debajo del mostrador como defensa y de un
golpe lo tiró contra la estantería con un estruendo de botellas rotas. Lo levantó del cuello de la camisa hecho una
furia mientras Maurizio sollozaba con un llanto ahogado.
Cuando
levantó su brazo armado, su zurda impiadosa, para asestar el golpe mortal, una
vocecita suave lo dejó paralizado
-
¿Qué estás haciendo, figlio mio? -
Peñalba
se dio vuelta sorprendido y vio a doña Carmela asomada desde la puerta del
fondo, vestida con su luto riguroso, el cabello cano sujeto en un prolijo
rodete y secándose las manos en el delantal raído. Los ojos claros de mirada cansada no le
transmitieron miedo ni dureza, sino una ternura imposible de soportar, un amor
de madre más fuerte que el acero.
El
matón soltó a Maurizio que se desparramó en el suelo, mientras doña Carmela
asentía con la cabeza y una sonrisa tierna en los labios.
El
Mono Peñalba puso los cinco pesos sobre la barra, cruzó la puerta sin mirar
para atrás y, al galope largo, se fue de Las Tahonas, para siempre. -
Un gran cuento! Y es así: la ternura, un gran ingrediente del amor, no conoce rivales y hasta el mes osado, cae. Buen título, demostrado queda que "el fierro más afilado se mella con una mirada". Una enseñanza a tener en cuenta!!!
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