EL MAR EGEO

 


Es uno de aquellos días lluviosos a finales de la primavera.  Todavía estamos en la “cocinita” que, en realidad, es un galponcito de techo de zinc al fondo de la casa habilitado por papá como cocina-comedor cuando llegan los días fríos, porque es más calentito.  El lugar es mínimo y apenas podemos movernos con la mesa en el medio y las cuatro sillas, pero allí pasamos las largas noches de invierno en San Clemente del Tuyú, los cuatro amontonados en el cuartucho mal calefaccionado con un Bram-Metal a querosén y los vapores de las ollas sobre la cocina económica.

Cenamos un sánguche enorme de salamín y queso que papá cortó en fetas grandes y prolijas mientras mamá untaba las mitades del pan con manteca y nosotros revolvíamos el café instantáneo con entusiasmo para ver quién dejaba su pastiche más blanco y así conseguir un café con leche más espumoso.

A las nueve de la noche comienza “Los cuentos de la vieja abadía”, entonces nos atragantamos con los últimos pedazos de sánguche que tratamos de bajar con el café con leche ya frío.  Olga llora pues se le formó una nata que le da asco y, como en un ritual, nos arrimamos a la radio a escuchar los cuentos siempre distintos y siempre de miedo.

Mañana es sábado y no tenemos que levantarnos temprano, entonces jugamos a la Canasta después que mamá lava los platos.  Mamá hace pareja con Olga y yo con papá, y sobre una frazada oscura que hace de tapete, desgranamos nuestro juego, hasta que no podemos sostener las cartas por el sueño.

Es uno de aquellos días lluviosos a finales de la primavera.  La “cocinita” tiene una única ventana, con dos alas de vidrio horizontales que apenas se abren o se cierran por el óxido del mecanismo, y que mamá adorna primorosamente con unas cortinas de tela barata con dibujos de hojas y flores amarillas, sostenidas por dos tiritas.  Desde la ventana veo el patio con piso de cemento techado por una parra generosa de uva chinche.

En el verano solemos almorzar bajo la frescura del techo de hojas y, cuando las uvas están maduras, ayudamos a papá a cosecharlas.  Perdemos toda la tarde exprimiéndolas para hacer un vino escaso que vamos a dejar añejar para tomarlo cuando yo vaya al servicio militar.  Cuando se revienta la tercera botella por la inadecuada fermentación, o vaya a saber por qué, terminamos tomándonos el trabajoso vino casero como jugo de uva.  Y está rico.

Es uno de aquellos días lluviosos a finales de la primavera, entonces me subo a una silla a mirar por la ventana de la cocinita.  Pero no miro el patio de cemento humedecido ni las dalias de mamá sacudiéndose por el viento.  No.  La magia no está allí.  La magia está en los vidrios de la ventanita mal cerrada.  Allí se han adherido, por el agua, palitos y pedazos de hojas de parra arrancados por el viento y la lluvia.

Las hojas son, ahora, islas caprichosamente ordenadas en el inmenso mar de un mapa de vidrio de ventana, y los palitos son barcos que las recorren y navegan sin cesar.  Es el mar Egeo y en cada isla hay dioses fabulosos que las habitan y, en los barcos, remeros incansables, esclavos, héroes mitológicos buscando a la princesa raptada, buscando su amor en los puertos de hoja de uva chinche.  Del techo zinc gotea la lluvia que golpea sobre el vidrio y, por la pendiente, la gota se desparrama arrastrando a los palitos-barcos, que comienzan a moverse y a recorrer el mar embravecido.  Los hombres luchan, mueren o llegan a su destino, hasta que deja de llover o mamá me llama para tomar la leche.

Me gustan los días de lluvia.  Pero no por lo gris o la melancolía a la que le cantan poetas y juglares, sino por la magia de aquellos días lluviosos a finales de la primavera, en San Clemente del Tuyú, en los que recorría con mis barcos el mar Egeo.


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