LA “POP CORN JAZZ BAND”

 


Mi madre no quería que estudiara ningún instrumento porque decía que los músicos son borrachos; con la penosa consecuencia de que ahora soy borracho y, encima, no sé nada de música.  Sin embargo, acompañé el nacimiento, el corto apogeo y al abrupto final (en aquella fatídica noche de junio del ‘79) de la única banda de Jazz que hubo en San Clemente del Tuyú: la “Pop Corn”.

La banda estaba integrada por Ricardo, “el Bisagra” que tocaba el piano y era el director.  Le decíamos el Bisagra porque era dos veces grasa: siempre andaba desaliñado, la camisa salida del pantalón, la corbata mal anudada, un palillo medio masticado en la boca y los mocasines como chancletas.  Tenía frases antológicas como cuando nos contaba alguna película de guerra y decía. ... entonces, vinieron los “viennanitas” en el “licótero”, abrieron el “capor” y le echaron la “nasta”...

Como era el anunciador y no sabía una palabra de Inglés, la presentación de las piezas a interpretar era un destrabalenguas inentendible que provocaba las carcajadas del auditorio.  Así fue como, creyendo que Pop Corn significaba el corno melódico, toda la vida ignoró que la banda se llamaba Pochoclo.

El que tocaba la tuba era Abelardo, al que le decían el hipocampo porque era mitad caballo y mitad pescado.  Se presentaba con un saco que le quedaba chico y lo usaba abrochado hasta el último botón, lo que le daba un aspecto de matambre mal cosido, y los pantalones cortitos por encima de los tobillos que resaltaban, aún más, los zapatos enormes con suela de goma todo terreno.  Usaba unos bigotitos anticuados y un peinado brillante y pegoteado a la gomina que coincidían con su aspecto general, incómodo y constreñido, como si estuviera oliendo mierda de tapir.

No había oportunidad en la que Abelardo no llegara a último momento, a las corridas, transpirado y, siempre, olvidándose algo: los lentes, las partituras o las pastillas para el asma.  Cuando se olvidó la tuba en Mar de Ajó, tuvimos que volvernos casi desde San Clemente para recuperarla.  Ante los agravios e irrepetibles epítetos de los que era objeto por parte del resto del pasaje, sólo sacudía la cabeza con un bamboleo rítmico y decía: “La verdad es que no sé que me pasó, muchachos...”  lo que enfurecía aún más a la horda salvaje que arreciaba con nuevas agresiones y adjetivos descalificativos.

Los otros dos integrantes de la banda era el flaco Domingo, mi primo, que tocaba la trompeta y el gordo Fermín, el saxo barítono. Parecían Laurel y Hardy, fiambrín y mortadela.

Mi primo no tocaba muy bien, pero como mi tío le prestaba la camioneta, era muy necesario para llevar los instrumentos y todos los bártulos de un lado a otro.  Se mandaba unas pifiadas antológicas con la trompeta y, a veces, no le salía el sonido.  El flaco transpiraba, se ponía todo colorado y mirando hacia el techo mascullaba: - ¡¿Dónde estás, Louis Amstrong?! -. Tenía una frase que, en cierta manera, nos representaba a todos y la decía cada vez que tenía oportunidad: -Yo soy como Descartes: Existo, luego, me re-cago de hambre...-.

El gordo Fermín era un saxofonista superlativo, no por su tamaño, sino por como tocaba.  Cuando hacía los solos, deliraba en unas improvisaciones espectaculares llenas de firuletes, notas extrañas y arreglos propios que hasta el resto de los integrantes de la banda se detenían a escucharlo extasiados.  Cuando se daba cuenta de que todos estaban en silencio, abría los ojos como si se despertara de un largo sueño, pedía disculpas y volvía a sentarse, mientras la música arrancaba de nuevo.

Yo no podía sacarle los ojos de encima al gordo: mientras los demás tocaban, él cerraba los ojos y, más de una vez, me parecía que dormitaba, pues pegaba unos indisimulables cabezazos.  Parecía un buda en el sueño más profundo, pero cuando llegaba su parte, como por arte de magia, el saxo aparecía entre sus manos y tocaba como un iluminado.

En aquella fatídica noche de Junio de ‘79, tocaron en la pizzería del Polaco Lachowicz.  Una de las piezas que interpretaban tenía un final bien sincronizado en el que todos iban llevando in crescendo un tono de Sol sostenido cada vez más agudo y el gordo remataba con un Do bemol, lo más grave que el saxo barítono le permitía tocar.

En aquella noche que marcó su final, fueron llevando el in crescendo más y más agudo.  Yo lo miraba al gordo con desesperación, pues el tono ya había llegado a niveles insoportables y él continuaba en su asiento, con los ojos cerrados como si estuviera en el quinto sueño.  La situación era insostenible: ya estaban todos sin aire, entonces cortaron para darle paso al gordo, que continuaba con los ojos cerrados y el saxo despatarrado, para que hiciera su final.

El gordo, sin moverse de su asiento y sin abrir los ojos siquiera, se inclinó levemente hacia un costado y se manifestó a través de una ventosidad espantosa que, aunque sonó afinada en el Do bemol que la música requería, retumbó en un estruendo ahogado y monstruoso como el eructo de un Minotauro empachado.

Hubo un silencio estupefacto del público sorprendido en su buena fe y, ante el grito histérico de una mujer, se produjo una corrida de psicosis colectiva que provocó la rotura de varios vidrios, mesas y algunos contusos y heridos.

Los muchachos de la banda no podían creer lo que estaban viendo.  La pizzería quedó desierta.  Se dieron vuelta y el gordo continuaba en su asiento con los ojos cerrados.  Por las mejillas le corrían lágrimas de la risa contenida y la panza se le sacudía como un flan con hipo.  El gordo se río como tres horas seguidas y aquel “Do bemol” quedó para siempre en la memoria del pueblo, se convirtió en leyenda y marcó el final de la “Pop Corn Jazz Band”.




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