LA TÍA BEBA
Todos los años, cuando íbamos de vacaciones a Córdoba, mi
padre nos llevaba obligatoriamente hasta La Calera para visitar a la tía
Beba. Lo contradictorio era que papá
tenía otros diez hermanos desperdigados por la capital cordobesa y no a todos
los veíamos, pero visitarla a ella era un rito infaltable. No entendíamos el porqué de tanta insistencia
con esa tía que nosotros, con esa maldad indiscreta que tienen los niños, la
llamábamos “La tía boba”.
Había una frase, su marca registrada, que repetía cada año y
la pintaba de cuerpo entero: Cuando
estábamos a las risotadas con sus hijos, Carlitos que tenía diez años y
Miguelito de quince, interrumpía lo que estaba haciendo para, tras la
onomatopeya de una risa desabrida, recalcar con su voz aflautada y
monocorde: - Ja, ja... Se ríen los
chicos... - Nosotros no entendíamos si
lo decía como un gesto de sorpresa, de complicidad o vaya a saber de qué, pero
su “ja, ja... se ríen los chicos” era infaltable en la mesa familiar y hasta
papá solía comentar luego lo insulso de sus observaciones.
Ese modo de hablar coincidía con su aspecto general. Era muy delgada y usaba unas polleras tubo
hasta mitad de la canilla que resaltaban los zapatos antiguos de tacones altos,
los que le conferían, junto a su peinado pasado de moda, metalizado de tanto
spray, un patético parecido a Olivia, la novia de Popeye.
Hablaba demasiado pausadamente y con una actitud exánime que
provocaba bostezos. Sus temas siempre
versaban sobre la lozanía de sus plantas y las incontables macetas que
superpoblaban el patio, la escalera o cualquier rincón en donde hubiera un
espacio libre en donde colocar una.
Sus días eran tan anodinos que la peor catástrofe de su vida
había acontecido en oportunidad del enfrentamiento militar entre azules y
colorados. La vibración que producía el
paso de los tanques de guerra por la puerta de su casa, rumbo a la ciudad de
Córdoba, había provocado que varias de aquellas macetas se cayeran y se
rompieran.
- Degeneráus-sinvergüenzas... – repetía, en lo que era su
más osado insulto, toda vez que recordaba el incidente, cada año, como si nunca
hubiésemos escuchado la historia.
La casa era un desorden descomunal en el que nunca
encontraba nada entre el revoltijo de ropas, lapiceras, naipes, pocillos,
papeles, ruleros y varios etcéteras que atiborraban los sitios en donde pudiera
apoyarse algo.
- ¡Carlitos! ¿Dónde puse las fotos que sacamos en Mendoza?
-
Mi primo levantaba la cabeza y sin dignarse a contestar sólo
se encogía de hombros como diciendo “Yo qué sé” mientras continuaba ensimismado
con lo que estaba haciendo.
La tía Beba era de una indolencia rayana con lo
insoportable. Estábamos con Carlitos
desayunando en la mesa de la cocina mientras la tía conversaba con papá y
mamá. Seguramente les contaría la remanida
historieta de la rotura de las macetas cuando pasaron los tanques, pues escuché
que repitió su “degeneráus-sinvergüenzas” tres o cuatro veces a lo largo del
parsimonioso relato. Cuando Miguelito se despertó y se levantó
de la cama, me percaté de un zumbido indefinible, como si un moscardón hubiera
ingresado a la cocina. Prestando
atención al misterioso zumbido, descubrí que era el propio Miguelito quien, sin
alejarse más de medio metro de su madre, la perseguía por toda la casa repitiendo
un insoportable sonsonete.
- Mamá-mamita-la
leche-la leche-mamita-mamá-mamá-la leche-mamá-la leche-mamita-la leche-la
leche-mamita-mamá-la leche-la leche...-
Enfrascada en la conversación, la tía Beba estuvo como
veinte minutos yendo y viniendo sin reparar en ese murmullo taladrante, no le
preparó la leche al pesado de mi primo ni le pegó un sopapo para interrumpir
esa tortura cotidiana.
En 1969, la ciudad estaba convulsionada por las protestas
obreras y estudiantes que luego se conocieron como “El Cordobazo”. Indiferente a esta situación, la tía Beba nos
había servido unos cafés con masas mientras se regodeaba, con la parsimonia
habitual, en sus temas anodinos y repetidos.
De repente, como si un cable pelado le hubiera hecho circular una
corriente eléctrica, la tía saltó de su silla y se dirigió a paso resuelto
hacia la esquina. Por la ventana la
veíamos parada en medio de la calle con los brazos en jarra y la escoba como
único armamento. Su flacura parecía más
evidente en la soledad de la tarde y no entendíamos el porqué de su desconocida
actitud desafiante.
Un sonido ronco, gutural, acompañado de una vibración
incontenible que desplazaba los objetos nos dio la pauta de su comportamiento:
venían los tanques. Se dirigían a la ciudad
de Córdoba para reprimir las manifestaciones que ya parecían incontenibles.
La tía Beba no se apartó un milímetro, inconmovible, cuando
el primer tanque se detuvo casi a punto de arrollarla. El chofer del armatoste emergió por la
escotilla y, aunque no escuchábamos la conversación, le ordenaría que se
retirara del medio, pero mi tía no se inmutó.
El militar ofuscado se introdujo en la caseta y movió el cañón para
apuntarle a la tía, quien, lejos de amilanarse, comenzó a darle escobazos al
tanque, en una actitud más ridícula que desafiante.
Una inmovilidad
expectante tomó dominio de la escena durante varios minutos hasta la irrupción
de un gordo bigotón, colorado y con cara de enojado, quien debería ser el jefe
del escuadrón. Con gestos ampulosos el gordo
comenzó a increpar a la tía, quien, con gestos igualmente ampulosos, le
referiría de sus plantas y sus macetas rotas cuando lo de los azules y
colorados. La discusión fue subiendo de
tono hasta que el bigotudo intentó tomarla por uno de sus bracitos escuálidos a
fin de retirarla por la fuerza del medio del itinerario de los tanques. La tía, con una velocidad inhabitual a sus
movimientos parsimoniosos, alcanzó a asestarle un palazo de escoba en los
nudillos y el gordo, sobresaltado, retiró la mano sacudiendo los dedos como si
hubiese tocado agua hirviendo. Más
colorado que antes, el jefe se retiró con paso marcial haciendo sonar los tacos
en el pavimento y el lugar recuperó la tensa calma expectante.
La tía Beba
continuó allí, de brazos cruzados, en medio de la calle durante diez minutos
que parecieron un siglo hasta que los tanques, con sus retumbos metálicos,
retrocedieron y tomaron un camino alternativo.
Volvimos
presurosos a la mesa del living cuando vimos que regresaba a la casa y la
miramos con ojos asombrados.
La tía Beba se
sentó, revolvió con la cucharita su café, frío de esperar, y resopló:
- ¡Degeneráus-sinvergüenzas...! -
Que época!!!
ResponderEliminarIncreíble
Con una cámara sacar el momento y salía en todos los diarios, hoy con los celulares veríamos a tu tía haciéndola famosa