EL TABLERO DE AJEDREZ

 


Son pocos los afortunados que tienen el privilegio de conocer a sus bisabuelos.

Yo, cuando tenía nueve años, conocía mi bisabuela materna. Fue en Quines, provincia de San Luis, en aquellas épocas en que llegar a Quines era un safari interminable atravesando ese desierto terroso de caminos serruchados y resecos. Viajamos casi todo el día para encontrarnos a una viejita frágil de 92 años que me dio, con su presencia etérea, una conciencia de atemporalidad y pertenencia que me manifiesta como familia en este mundo.

Aquel recuerdo me hizo pensar en mi familia y descubrí que, en el amor de mis padres, convergieron dos mundos completamente incompatibles en esencia, pero posibles en la práctica: el de mis abuelos paternos, italianos de pura cepa, trasplantados en la América de principios del 1900 y el de mis abuelos maternos mezcla de criollos e indios ranqueles.  Así, con mis parientes paternos (rubios de ojos celestes) y mis parientes maternos (idénticos a Ceferino Namuncurá), siempre me sorprendió el no haber salido a cuadritos, como un tablero de ajedrez.

Los Ponza y los Longo bajaron de los barcos y se establecieron en las colonias del interior cordobés, lugares en los que se hablaba el piamontés en lugar del castellano. Gente que pregonó su progreso basado en el trabajo y la honestidad. Trabajaron el campo y, finalmente, mi abuelo (el nono) tuvo una carnicería con la que mantuvo, con mucho esfuerzo, a su familia. Tuvieron once hijos y, como era la costumbre, los hermanos mayores ayudaban al padre en el campo y las mujeres atendían la casa y se hacían cargo de los hermanos más chicos.

Mi papá, al ser el menor de los once hermanos, tuvo el privilegio de ser el único que pudo terminar la escuela primaria. En Alicia, el pueblo en donde vivían, la escuela llegaba hasta cuarto grado, pero él tuvo la posibilidad de prepararse con una maestra particular para dar libre quinto y sexto grado en Las Varillas, la localidad más importante de la zona. Eso le abrió las puertas a una educación superior e ingresó a la escuela de suboficiales de la fuerza aérea. Se recibió con honores, abanderado de la escuela y número 1 de su promoción. Internamente siempre supo que, de haber tenido la oportunidad, habría ingresado a la universidad y hubiera sido un excelente profesional como lo fue en la vida militar con su honestidad extrema y su consagración al trabajo (mi viejo ponía el mismo empeño y la misma energía para levantar un edificio de cinco pisos que para sacarle punta a un lápiz).

Me transmitió su templanza, la universidad, la honestidad, el gusto por los deportes (jugaba a todo y todo lo jugaba bien), el humor, su amor por Independiente y, adelantado a su época, su noción de igualdad entre un hombre y su mujer. Él representó en mi vida las ciencias exactas, lo blanco o lo negro, la seguridad, el trabajo, el esfuerzo, el futuro.

Por otro lado, los Zalazar y los Requelme traían en su mochila el sacrificio que implicaba el trabajo en el campo. Cuando la condición económica mejoró, se mudaron a Río Cuarto y mi abuelo trabajó, entre otras cosas, de acomodador en el cine. Al igual que mi nona y como era lo normal en aquella época, mi abuela materna se encargaba de la casa y de la crianza de sus cuatro hijos, de los cuales mi mamá era la mayor. Fieles a sus costumbres, la nona cocinaba esas típicas comidas italianas mientras que mi abuela, con su herencia ranquel, cocinaba en un brasero y hasta la vi, con mis propios ojos, sacar los carbones encendidos con sus manos.

La vida en Río Cuarto resultaba más acomodada y los cuatro hijos terminaron la primaria y tuvieron otras posibilidades de estudios secundarios o cursos de contabilidad y corte y confección.

Mi abuelo materno era un personaje exótico para su época: escribió un libro sobre su vida de niño y contaba unas historias fantasiosas donde él y su hermano eran siempre protagonistas. Tocaba la guitarra y, decían, era muy buen payador. Ese don artístico lo legó a sus hijos y, así, mi tío fue un gran guitarrista, excelente pintor, tallador y escritor. Por su parte, mi mamá dibujaba muy bien, hacía teatro y cantaba como los dioses.

Ella me transmitió su gusto por la música y el arte en general, por la conversación, las pequeñas cosas, la armonía con el resto de las personas y la fortaleza descomunal de no temerle a nada ni a nadie. Mi madre representó en mi vida la poesía, el arco iris, los cuentos de niños, lo espiritual, los detalles, la pasión, el presente.

Hoy descubro que si bien, a causa de estas herencias, no salí a cuadritos en la piel, mi alma sí se convirtió en un tablero de ajedrez: En un cuadrado está la universidad y en el otro la guitarra, en uno la electromedicina y al siguiente una obra de teatro, un traje con corbata y un viaje de mochilero, la computación y una tierra plana, una valija de herramientas y un libro de poemas, Casilleros antagónicos que, como el Ying y el Yang, van impregnándose cada uno con los colores del otro.

Don Sixto Zalazar falleció a los 65 años cuando yo era un niño, llevándose sus historias fabulosas.

María Requelme a los 92 años y mis hijos también tuvieron el privilegio de conocer a su bisabuela.

Angela Longo falleció a los 80 años llevándose toda su sabiduría de curaciones energéticas.

Don Juan Ponza, el nono, falleció a los 94 años luego de una vida de armonía y con una lucidez asombrosa hasta su último respiro.

Mi mamá, doña Jesús Zaida Zalazar, falleció hace doce años con 78 años excelentemente vividos. Cuando yo tenía 14 años tuvo un infarto y su corazón quedó muy delicado. Como dije, no le temía a nada y vivió los siguientes cuarenta años intensamente, sin privarse de nada.

Mi viejito, Héctor Vicente Ponza se me fue el año pasado, a los 88 años, cuando pensé que, como mi nono, iba a sobrepasar tranquilamente los 94 años con su fuerza vital y su sentido del humor.


Todos los que forjaron mi camino ya me han abandonado, pero transcurro por este tablero de ajedrez con la emoción de no saber qué me espera, en la dicotomía de mi vida, en el próximo movimiento.

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