EL MANTRAM


La fiebre del Mundial de Qatar 2022 me ha impedido publicar en el Blog pues la sobredosis de fútbol no me ha dado lugar para otros intereses.
Así que, aprovechando este envión futbolero, quisiera contarles esta historia de El mantram que reúne en sí misma el fútbol, la pasión, la locura y la fantasía de un eterno caminante.

Las Malvinas son argentinas.  Escuchamos esa frase toda la vida, desde niños, como una oración, como un mantram y todo el peso de la historia se nos viene encima desde las invasiones inglesas para adelante.

Aprendimos a odiar a los ingleses, piratas usurpadores, desde la escuela, desde los diarios, desde la leche materna.  Por eso a pesar de la represión y la opresión, el pueblo salió a vivar los sueños borrachines de un general trasnochado que imaginó una gesta emancipadora para las Malvinas, en 1982.   Muertes absurdas, Goliath contra David sin honda, la estupidez de la guerra, pero sentimos que le pegamos una patada en el tobillo, en la suela del zapato a los piratas usurpadores.  Por unos meses fue el grito comprimido de un pueblo contra sus enemigos "naturales", contra el establishment global, contra la historia y el papel que pretenden imponernos desde arriba.

Es una deuda, una lucha pendiente que iremos transmitiendo a las generaciones venideras como una oración, como un mantram, como un legado.

II

Si hay alguien fanático del fútbol y de Independiente, en particular, es mi viejo.  Fanático de la primera hora, el viejo puede llegar a ver por televisión un partido de fútbol del ascenso de Costa de Marfil.  Lo apasiona ese juego, lo absorbe, lo lleva en la sangre; pero, por Independiente, ha llegado a hacer cosas antológicas.

Cuando vivíamos en San Clemente del Tuyú, la ruta hasta Dolores, donde comenzaba el asfalto, era insufrible: llena de pozos, serruchada por el viento y, si llovía, era intransitable.  Sin embargo, en las epopeyas del Independiente de aquella época, el viejo organizaba unos safaris hasta Avellaneda con otros fanáticos igual que él, que concluían, al día siguiente del partido, todos disfónicos, hechos una piltrafa humana, pero felices y llenos de anécdotas y de goles que nos perdimos.  Venía con banderines y gorritos rojos y blancos que después adornaban la casa.

Yo lo miraba maravillado y observaba las fotos de los jugadores, que él había visto personalmente en la cancha y que, a través de la distancia y desde San Clemente del Tuyú, me parecían inalcanzables, como dioses del Olimpo.

Una noche, cuando Independiente jugaba en Brasil contra el famoso Santos del rey Pelé, perdía 2 a 1 y terminó ganando 3 a 2.   Con el viejo, escuchábamos el partido en una radio a válvulas a la que había que sostener la antena con la mano, pues si no, no se escuchaba nada; así y todo, las transmisiones eran unos murmullos inentendibles que tratábamos de descifrar con la oreja pegada al parlante.   Por cábala, para que Independiente ganara, a la antena la sostenía yo y el viejo transpiraba y puteaba porque el partido, sin dudas, era bastante bravo.

Esa noche, el viejo rompió dos sillas: una por cada uno de los goles que dieron vuelta el resultado a favor de Independiente.  Ante el grito de gol del relator, el viejo pegaba un salto hasta techo gritando todo colorado y caía con sus noventa kilos sobre la pobre silla que se desvencijaba como un ternero cansado.

Es un legado, que fui transmitiendo también como una oración, como un mantram, a mi hijo que iba a la escuela con la camiseta de Independiente debajo del guardapolvo.

III

En 1986, la selección argentina de fútbol, jugaba el Mundial de México.  Había pasado la primera ronda y le tocaba enfrentar a los ingleses.  Era la primera vez que nos encontrábamos después de la guerra de Malvinas, lo que le daba al encuentro un dramatismo extra, una emoción especial: No había que perder.  Era solamente un partido de fútbol... pero las Malvinas son argentinas.

Por cábala, para que la selección ganara, yo iba a ver los partidos a la casa del viejo y nos sentábamos, como en San Clemente del Tuyú, uno al lado del otro comiéndonos las uñas por los nervios, pero esta vez -progreso mediante- ya no frente a la radio a válvulas sino frente al televisor color.

Argentina ganaba 1 a 0 con ese gol de la mano de Dios, (como dijo uno: ese gol fue la prueba más palpable de que Dios existe) pero no lo gritamos tanto porque hasta el mismo Maradona se dio vuelta para ver si se lo anulaban o no.  Después salió corriendo mostrando la mano con la que había tocado la pelota y los ingleses se tiraban de la tribuna.  Fue gol, pero, en un primer momento nos quedó la duda si lo cobraban o no.

Siguió el partido; el viejo transpiraba y puteaba porque el asunto venía bastante bravo.  De repente, el Negro Enrique le hace un pase a Maradona en el campo argentino casi llegando a la mitad de la cancha.   Maradona la pisa y haciendo como un autito chocador marcha atrás, pasa entre dos ingleses y cruza la mitad de la cancha con pelota dominada.   Le sale otro inglés y con un amague largo lo deja atrás y empieza a correr para el arco contrario.  Ya se gambeteó a tres y la jugada comienza a tomar efervescencia, empieza a hacerse más rápida.

Le salen dos defensores, a toda velocidad y amagando, los elude y se mete en el área.  Cuando levanta la cabeza, el arquero ya salió desesperado y lo tiene encima achicándole el arco.   Maradona le amaga que va a salir para la izquierda, para su pierna más hábil, pero, con un toquecito corto, abre la pelota hacia la derecha y el arquero se desparrama en el área.  El problema es que Maradona, para gambetear al arquero, se abrió mucho, viene demasiado rápido y, encima, lo persigue media Inglaterra.

Hay un defensor que está corriendo hacia el arco vacío para cubrir al arquero, que está despatarrado en el suelo viéndole los talones a Maradona, y hay otro que viene por la derecha como una locomotora para tratar de tirar la pelota al corner.  Al momento en que éste se tira desde atrás a los pies de Maradona para tratar de tocar la pelota, con un último esfuerzo, Dieguito se recuesta y, cayéndose, la toca hacia el arco y la pelota entra antes de que el defensor llegue al cierre.

No fue gol.  Fue un golazo, una obra de arte, el fútbol elevado a la enésima potencia.

El viejo ya había saltado de su silla después que Maradona se había gambeteado al segundo defensor, ya era un griterío cuando gambeteó al arquero y cuando la pelota entró al arco: no se puede describir.  El viejo empezó a gritar, pero ya no gritaba gol, era un sonido gutural, profundo, animal, se puso rojo a punto de estallar, los puños cerrados, crispados y con las uñas clavándosele en la carne.

Las Malvinas son argentinas.  Rebotaba por las paredes del comedor y la cocina, como un tentempié‚ enloquecido sin parar de gritar, creo que estuvo como dos minutos sin tomar aire.  Juro que me asusté‚ creí que se iba a morir de alegría y creo que si hubiese muerto en ese instante habría sido el muerto más feliz de la tierra.

¡Qué golazo! La jugada no duró más de diez segundos, pero en mi mente la veo en cámara lenta y dura como media hora.   Con el viejo nos mirábamos sin poder hablar ni recuperar el aire, la cabeza me estallaba, no podía creer lo que había visto.  Eso era magia, prestidigitación.

Ya han pasado casi cuarenta años de aquellos diez segundos y Maradona debió tener que gambetear muchas veces, a lo largo de todos estos años, a las drogas, a la política, a su propia vida que le vino cuesta arriba muchas veces.

Le hicieron hecho foul en la conciencia y penal en el alma y, más de una vez, ha hablado más de la cuenta o habló lo que no debía.  Pero ¿Qué sé yo?, no sé por qué extraña alquimia y debido a aquellos diez segundos, le puedo perdonar a Dieguito todos sus pecados, todos sus errores, si es que soy alguien para juzgar o perdonar algo.

Aquellos diez segundos cargan con el peso de una historia que se remonta a las invasiones inglesas, cargan con esta emoción que siento ahora y con esta alegría que llevo grabada en mi alma y que transmitiré como un legado, como una oración, como un mantram a mis hijos y a los hijos de mis hijos.

Quien sea capaz de brindar un segundo de felicidad se merece un lugar en el Reino de los Cielos... Dios te salve, Dieguito. 


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