DOÑA MONDONGA

 


Todos sabíamos que era la madre de Aquilino porque todos los días lo traía y lo llevaba de la escuela, pero nadie sabía cuál era su nombre pues todos le decían Doña Mondonga.  Como si la fealdad fuera un insulto la habían bautizado despectivamente de ese modo y su nombre había quedado oculto tras los pliegues de su apodo.

Era imposible no verla, tremenda mujerona, más grandota aún para nuestra estatura de niños, trayendo a Aquilino a la rastra como un guardapolvito agitándose en su mano.

Su cuerpo flácido parecía un trompo bamboleándose paquidérmico por la vereda, los pliegues de carne colgándole en los brazos y las rodillas vencidas de soportar tanto peso; pero lo peor de todo era su cara: el pelo chuzo y pajiento, mal atado en un rodete siempre medio desvencijado, daba marco a una cara redonda, de tez oscura y semi-manchada.  Los labios asimétricos y sin forma debajo de unos indisimulables pelitos -que ya podían llamarse bigotes-, dejaban ver unos dientes desparejos, chiquitos y amarronados. Los ojos achinados, presionados por las mejillas regordetas parecían aún más pequeños junto a esa tremenda nariz ganchuda, rematada con una verruga pilosa al mejor estilo de las brujas de los cuentos infantiles.

Pobre, Doña Mondonga, la naturaleza había sido muy cruel con ella dotándola de una llamativa fealdad y por eso mismo no se daba con nadie.  Toda su vida social se limitaba a llevar y a traer a Aquilino de la escuela, así que nadie conocía su historia y, aunque Aquilino decía que su papá trabajaba en el campo, en General Conesa, sinceramente nadie le conocía marido a Doña Mondonga.

Nosotros, con esa crueldad indiscreta que tienen los niños, le recalcábamos diariamente a Aquilino la fealdad de su madre.  Nos juntábamos en los recreos alrededor de él para cantarle: ¡Qué fea es tu mamá ...! ¡Qué fea es tu mamá...! o para decirle que él nunca tomaba la sopa y por eso venía el cuco a visitarlo.

Aquilino se quedaba en un rincón mirando el piso y encogiendo los hombros de tanto en tanto, como para decirnos y a mí qué me importa.  Pero a él si le importaba, pues tampoco se daba con nadie y a veces lloraba solitario.

 


Casi no le conocíamos la voz a Aquilino, pero un día, cuando estábamos en segundo grado, en medio de nuestra cotidiana referencia a la fealdad de Doña Mondonga, dijo una frase que nos dejó paralizados, fue un mazazo al corazón, un golpe en la conciencia.

Han pasado los años y nunca pude olvidarme de las palabras de Aquilino; jamás lo comenté, tal vez por vergüenza, con aquellos viejos compañeros de la escuela, pero supongo que todos habremos sentido lo mismo, pues desde aquel día, nunca más nadie volvió a decirle algo respecto a su madre.

Aquella frase, creo, no fue una frase meditada, pues no había rencor en sus palabras; más bien fueron palabras que surgieron espontáneas de su misma impotencia, pero cargadas de amor; tal es así que, desde aquel día, aquella mujer dejó de ser Doña Mondonga para convertirse en la madre de Aquilino.  Aquellas palabras cambiaron mi concepto de la belleza para siempre y me acompañaron toda la vida.

Ese día Aquilino interrumpió nuestra canción “¡Qué fea es tu mamá!", para decirnos con la mirada perdida como mirando a Doña Mondonga a la distancia:

- Sí, ya sé que mi mamá es fea, pero ¿Saben?... al rato que estás con ella se vuelve linda... -


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